miércoles, 2 de junio de 2010

EL DESIERTO


De hecho, el desierto siempre ha sido
motivo de fascinación a la vez que de rechazo.

Cuesta penetrar en un ámbito de soledad, aridez y austeridad,
lleno de peligros y desolación como es un desierto,
tal como lo imaginamos y contrastamos
por las imágenes que de él nos llegan.

El desierto es el lugar del silencio y el despojo del propio yo;
no es lugar de contemplarse el ombligo
ni al que se va o se permanece por gusto,
sino de paso provisional y búsqueda de un oasis
donde mana la fuente que sacia la sed...

En el desierto –visto como lugar geográfico –,
cabe ver la imagen del desierto interior
que se encuentra en la vida en uno u otro momento.

Caminar por el desierto
es una experiencia propia de todo ser humano.

Sea persona creyente o atea, cristiana o agnóstica....
no puede evitarse estar en alguna ocasión
en una encrucijada del tiempo y del espacio.

Un tiempo oscuro e incierto;
un espacio estéril para el actuar del hombre y que reclama
un trabajo constante de resistencia y búsqueda
cuando no se advierten caminos, a la vez
que todo el horizonte se convierte en posible camino.

El desierto personal es el momento de un derrumbamiento
más o menos profundo de la personalidad,
acuciada por una sola y exclusiva preocupación
que oculta cualquier otra,
y que a tiempo y a destiempo ocupa noches y sueños.

Lo que predomina entonces
es un sentimiento de cansancio y pesimismo:
esto dura demasiado y ya no saldré de aquí...

El desierto es la aterradora angustia interior
que destruye la esperanza
y provoca la incapacidad de interesarse por nada.

A lo largo de la vida
existen muchas formas de ser empujados al desierto:
una enfermedad larga, la soledad, una depresión,
un conflicto familiar o una situación laboral difícil
que amenaza la seguridad económica, el dolor insoportable
de perder y ver sufrir a quienes amamos,
el desarraigo de la tierra natal propio de los emigrantes,
la impotencia ante la injusticia.

Para otros será un drama moral interior;
el dominio del alcohol o de la droga;
será quizá el rechazo de los amigos,
"molestos" ante quien se considera "peligroso"
por su estilo comprometido de vida;
la sensación de que tras muchos años de lucha y compromiso
todo sigue igual en un mundo extraño y deshumanizado...

Todo resultará simplemente inexplicable:
lo que se quería, ya no se quiere;
aquello por lo que uno se interesaba,
ya no interesa, sin motivo aparente.

Se recuerda entonces con añoranza
qué diferente era la vida "antes";
se recuerda sin alegría las alegrías pasadas,
dudando si podrán volverse a sentir alguna vez...

Y, sin embargo, hay que emprender la travesía de ese desierto
y hacerlo ligeros de equipaje, es decir, de toda posesión,
de todo saber, de toda rutina...

El ser humano no está hecho para instalarse en la angustia,
la soledad y la no-vida del desierto.

El desierto no es modo de vida,
es una etapa hacia otro tipo de vida,
como aconteció con el pueblo hebreo:

"Para que viváis... y para que entréis
en el país que Yahvé prometió bajo juramento
a vuestros padres y lo poseáis" (Dt 8, 1).

Caminar por el desierto
es la experiencia de toda la comunidad humana,
que después de millones de años,
sigue atenazada entre sentimientos de vida y de muerte,
planteándose elegir entre seguridad y libertad
–en cualquiera de sus formas –,
llamada a abandonar las rutinarias respuestas "sensatas"
que llegan para en una dura prueba y purificación,
disponerse a oír aquella voz profunda
que es manantial de todo amor, crecimiento y compromiso.

Por eso, uno de los rasgos peculiares del desierto
es que sólo se revela como "gracia" cuando ya se ha atravesado.

El desierto puede liberar del engaño de creerse autosuficientes.

Hace tomar conciencia de la propia fragilidad
y de los propios límites
así como de cuánto se necesita a los demás.

Es tiempo de dejarse podar y de permanecer, aun quejándose
–¡somos humanos y el desierto sigue siendo desierto!–
sin llegar a rendirse.

Quien sabe aceptar esta etapa de empobrecimiento
sale de ella más despojado y más libre,
más tolerante con la debilidad de los otros,
menos rotundo en lo que afirma
y más dispuesto a aceptar que se equivoca.

Quizá ya no pisa tan firme como antes,
pero ahora sabe aguantar y esperar mejor,
y la soledad deja de darle miedo.

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